Hay algo en el sabor de una aceituna que es imposible de falsificar. Puedes disfrazarla con aliños, vestirla de colores brillantes en un tarro o inventarte un eslogan rimbombante, pero si no viene de donde tiene que venir, se nota. Igual que se nota un café recalentado en microondas. ¿Te has parado a pensarlo alguna vez?
Me pasó hace poco en una barra de bar de pueblo. Te ponen un plato de aceitunas, y no necesitas mirar la etiqueta porque el paladar hace su trabajo: o son de aquí, de Sevilla, o no lo son. Y cuando no lo son, lo sabes al primer mordisco. No es nostalgia, es pura geografía en la lengua.
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La historia de Oleocampana: tradición y cooperativismo en Sevilla
Oleocampana, la cooperativa de La Campana (Sevilla), entiende esto mejor que nadie. No porque lo digan en un folleto, sino porque llevan más de sesenta años con las botas manchadas de tierra. Nacieron en 1960 para comercializar aceite, y en 2010 decidieron abrirse al verdeo: ese momento casi poético en el que la aceituna de mesa se recoge una a una. A partir de ahí, crecieron hasta integrarse en Oleand Manzanilla Olive, un gigante de la Manzanilla y la Gordal de Sevilla.
Lo curioso es que, en medio de tanta evolución, no han perdido su brújula: el origen como garantía de confianza. No es marketing barato. Para ellos, la IGP —ese sello que a muchos todavía les suena a jeroglífico— es una forma de decir: “Esto es de aquí, viene de nuestra tierra y tiene detrás a 430 familias que lo cultivan”.
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